La rebelión de Fina(*)

por Oscar Taffetani

Ciertas reuniones del Comité Central del Partido Comunista Argentino, en las décadas del ’40 y ’50, solían disfrazarse de picnics: un grupo de familias amigas se reunían a pasar el día en una casa de campo. El último en llegar y primero en irse, por razones de seguridad, era el secretario general, Victorio Codovilla. Alrededor de él -especie de padrino siciliano, venerado y acatado por la familia- solían reunirse los varones y, excepcionalmente, alguna camarada con responsabilidades políticas. En otro grupo, que disfrutaba plenamente del día de campo, se juntaban las mujeres y los niños, con actividades y temas “propios”. Al fin del encuentro, todos confluían para el saludo y los niños o las esposas podían posar con el padrino para la foto de familia.

“Una imagen imborrable de aquellos picnics -cuenta el periodista Alberto Giudici, hijo de Fina Warschaver- es la de mi madre discutiendo con Codovilla o con algún miembro del C.C. en la mesa de los hombres. Cierta vez, Leónidas Barletta, un compañero de ruta (como se decía en aquel tiempo), que participó de algunos de esos picnics, llegó a darle a mamá un consejo que ella recibió como latigazo: “Mirá, Finita, hay que aprender a obedecer…”. Ese sería un retrato suficiente de Serafina Fina Warschaver, escritora argentina que por cuatro décadas compartió hogar, militancia e ideales con el destacado dirigente socialista (luego comunista, y disidente en el final), Ernesto Giudici.

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¿Fue silenciada Fina Warschaver? ¿No obtuvo la cuota de gloria y reconocimiento que merecía su obra? En un aspecto, compartió la suerte de su esposo y compañero, quien también supo de la incompletud y postergación de una prometedora obra ensayística por los avatares de la militancia, la prisión, la clandestinidad y hasta la misma censura partidaria (renunció al PC en 1973, con una famosa Carta a mis camaradas).

Pero Fina Warschaver padeció además una férrea censura de género, es decir, la limitación de tener que combinar la investigación y el trabajo teórico -era profesora de Historia- y una vocación literaria con las labores domésticas, la crianza y atención de los dos hijos, así como con el trabajo remunerado, que ayudara a sostener el hogar (particularmente, durante los años en que su marido no tenía responsabilidad dirigente en la organización y aún no había accedido a la categoría de funcionario rentado).

“Ella siempre le reprochó a mi padre -continúa Alberto Giudici- el no haberla apoyado suficientemente en el cuidado de mi hermana Nora, que requería educación especial, ni en mi propia crianza, ni en el manejo del hogar. No es que sola no pudiera hacerlo -tenía una energía impresionante-, sino que le dolía no ser comprendida por él. Ellos habían arrancado juntos, parejos, con la idea de que ambos iban a dedicarse a una obra creadora y militante, pero a poco de andar se consolidó una división del trabajo convencional, algo que se acentuó en los años de ilegalidad (durante el Onganiato, papá llegó a pasar siete años fuera de casa, y debíamos hacer citas para encontrarnos con él cada tanto). En una carta, mamá le reclama: “…yo no quería tener hijos, quería ser una mujer libre; pero los tuvimos y debemos asumir nuestras responsabilidades…”. Ese conflicto quedó reflejado en muchos textos de Fina, como una suerte de catarsis…”.

El acompañamiento social de la censura hacia aquella mujer que osaba levantar la cabeza de las ollas y pañales llegó por palabra y hasta por acción de algunos referentes de la izquierda argentina (quienes, paradójicamente, compartían los ideales de redención de los oprimidos). Al aparecer La casa Modesa, anticipó de lo que luego se conocería como “novela psicológica”, el boedista Elías Castelnuovo escribió a Fina: “…leí su libro. Apreciación sintética: bueno. Si se tiene en cuenta que ha sido escrito por una mujer, muy bueno…”.

Menos galante, un comisariado político partidario reunido especialmente para juzgar la obra -y en ausencia de la autora, tal como ésta le reprochó al director de los Cuadernos de Cultura Héctor P. Agosti años más tarde-, halló que la novela presentaba fuertes “desviaciones burguesas”, desaconsejando a la militancia su lectura… (para esto, La casa Modesa ya había recibido una cascada de críticas favorables en distintos medios, incluso de orientación socialista).

Justo es reconocer que -como muestran cartas y papeles ahora exhumados- La Casa Modesa y su autora fueron defendidas ante aquel tribunal por el escritor Gerardo Pisarello, y contaron sotto voce con palabras de aliento de Raúl González Tuñón y Raúl Larra. Conmovedoramente, Fina escribirá con letra temblorosa en una de las últimas páginas del Diario: “Mis grandes amigos muertos: Bernardo Verbitsky, Raúl González Tuñón, Samuel Schmerkin, Gerardo Pisarello, Juan Castagnino… Los grandes amigos que me quedan: Raúl Larra… Escribo esto por si pierdo la memoria y olvido los nombres…”.

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Como sucede con los buenos escritores, nada se puede decir sobre Fina Warschaver y sobre su mundo que ella no haya podido expresar antes -y mejor- con sus propias palabras, en papeles impresos o inéditos, celebrados o quemados en alguna moderna hoguera inquisitorial.


(*) Fragmentos del artículo publicado en
http://crimenesimperfectos.wordpress.com/2010/08/02/la-rebelion-de-fina/ . Oscar Taffetani (Bahía Blanca, 1953) Periodista y escritor. Ha editado páginas y suplementos culturales en los diarios La Razón y Nuevo Sur. Dirigió el semanario cultural Las palabras y las cosas. Fue cronista itinerante de la revista dominical Nueva, secretario general de redacción de la revista Quinto Poder y del diario web Nuevo Siglo Online. Se han publicado artículos suyos en Everba, Vuelta, Unomasuno, Casa de las Américas, Fin de Siglo, Todo es Historia, Teatro2 y Psyché, entre otras. Ha publicado en colaboración el ensayo El Menemato (LetraBuena, 1991) y es autor de San Isidro es distinto (Mompracem), La Pampa hacia el tercer milenio (Manrique Zago) y El libro de nuestras raíces (Julio Moyano).